¿Cuál es el objetivo de educar? En una sociedad cada vez más individualista, donde además la información está al alcance de un clic, esta pregunta protagoniza debates, reflexiones y mesas de trabajo, de cara al desarrollo de las nuevas generaciones. Este es un punto importante para hablar de un tema transversal a la historia de la humanidad: la solidaridad para la vida en comunidad ¿Cómo podemos formar una sociedad integrada por personas empáticas, comprometidas y capaces de actuar con responsabilidad social? Acá presentamos algunas miradas.
Las nuevas generaciones crecen en un entorno mediado por pantallas, algoritmos y redes sociales, donde la inmediatez y la gratificación personal pueden dificultar el desarrollo de vínculos profundos y del sentido de pertenencia comunitaria. Una situación que probablemente se vio acrecentada por la pandemia, pero las escuelas pueden jugar un papel fundamental. Estos escenarios sociales, se convierten en lugares esenciales para espacios de encuentro auténtico, donde se promueva el diálogo, la escucha activa y el respeto por el otro.
De hecho, existen líneas de educación, como la pedagogía Waldorf, creada por Rudolf Steiner en 1919, donde la solidaridad es un valor que se cultiva de manera vivencial, a través del arte, el trabajo cooperativo, la observación de la naturaleza y las relaciones humanas. Una mirada que considera al estudiante como un ser en desarrollo espiritual, emocional e intelectual, que necesita vínculos genuinos para crecer en libertad y conciencia.
Uno de los pilares de esta pedagogía es el aprendizaje a través de la experiencia, donde el hacer y el sentir tienen tanto valor como el saber. En este contexto, los actos de ayuda mutua, el trabajo en grupo, los proyectos comunitarios y la convivencia con la diversidad se convierten en escenarios pedagógicos que permiten a los estudiantes vivenciar la solidaridad como parte de su identidad.
En esa línea, el educador español Manuel Araus comenta en su artículo “Educación para la solidaridad”, la importancia de considerar que toda escuela permite un trato directo con niños, jóvenes y familias… con personas concretas, quienes deben estar siempre presentes en el campo de acción de los docentes. “Debemos aprender cómo llevar a cabo la responsabilidad que contraemos con los alumnos y las familias con las que hemos ido tejiendo vínculos y relaciones, llevándola (eso debe debatirse en común con otros) más allá del espacio normativizado de la propia escuela cuando esto sea posible. Tener para ello en marcha estructuras paralelas de grupos juveniles o algunas formas de “escuelas de familias” podría ayudar a vehicular estas relaciones”, señala el investigador.
Es aquí donde el plan de estudios depende en gran medida del profesor que lo lleva a cabo, si éste asume la responsabilidad que le corresponde. “Tenemos el compromiso de ser máximamente honestos con lo que enseñamos y máximamente críticos. Esto exige de nosotros un profundo amor a la verdad de los hechos y el estudio y la actualización de las materias que damos”, explica y hace un llamado a incorporar una mirada creativa a la entrega de contenidos, que se ajuste a la realidad de los estudiantes e incorpore, siempre, una mirada comunitaria: “La creatividad, en suma, nace de una mirada renovada, que asume una perspectiva inusual en las instituciones que conforman el mundo actual. En nuestro caso, es la de los empobrecidos, los más débiles, los “descartados”, los “sin voz”. No hay nada que integre, incluya, compense la desigualdad, respete la dignidad, que lo que se hace desde esta perspectiva”.
El camino de las emociones
Si hablamos de una sociedad más solidaria, una labor fundamental es formar a seres sociales emocionalmente estables y con capacidad para dirigir su destino. En esa línea, David Mitchell, destacado estudioso de la pedagogía Waldorf y Co-Director del “Research Institute for Waldorf Education”, propone un currículum social-emocional que ayuda a los estudiantes a comunicarse, a conectar con otros, a resolver conflictos y hacer frente a los retos.
Explica que, en las sociedades occidentales, la tendencia al individualismo hace surgir preguntas sobre la futura coherencia social y la sostenibilidad. El remedio para esta situación de toxicidad anímica pasa por fortalecer el Yo para que los jóvenes sean capaces de salir de la adolescencia como seres capaces de tomar las riendas de sí mismos, seres sociales emocionalmente estables.
Las habilidades sociales y emocionales los dirigen a aprender a comunicarse, a conectar con otros, a resolver conflictos y a enfrentarse a las dificultades. Finalmente, entregan a los niños la seguridad que necesitan para lograr objetivos y la habilidad para perseverar ante las dificultades que impone la vida.
La primera fase de la educación social-emocional se encarga de la adquisición del autoconocimiento. En una segunda fase, se dedica a cultivar la empatía (que de acuerdo al investigador, es la capacidad más importante y necesaria en nuestra época). De esta manera nos separamos de nosotros mismos y empezamos a vivenciar lo que vive la otra persona. Alcanzar la empatía es una condición para lograr la compasión completa.
“El amor de un maestro, un ambiente estético y un profundo respeto por el despertar de la individualidad que vive en cada estudiante son el cemento que fortalece la educación de los seres humanos modernos. El amor es una fuerza que dará a todas las almas jóvenes el vigor para enfrentarse con los rigores del camino que lleva a ‘conocerse a sí mismo’”, señala Mitchell.
Porque finalmente, cuando hablamos de educar para la solidaridad significa también enseñar a actuar frente a la injusticia, a colaborar en lugar de competir, y a construir con otros un mundo más justo y sostenible. Implica formar ciudadanos que desde su propio autoconocimiento sean críticos y sensibles, capaces de reconocer su responsabilidad en el bienestar colectivo.
Fuentes:
https://educacionparalasolidaridad.com/2024/08/30/desafios-de-un-educador-para-la-solidaridad/