Cuando Cristóbal Colón llegó a América en 1492, se inició un proceso que no solo trajo cambios económicos y políticos, sino un choque de culturas y religiones que tras varios siglos decantaron en un sincretismo que persiste hasta hoy. Un gran ejemplo de esto es el culto a la Virgen María, que en las zonas de Los Andes del sur se entremezcla poderosamente con la adoración a la Pachamama y a otras deidades y lugares místicos que se han traspasado entre generaciones.
La colonización europea de América se inicia a finales del siglo XV, dando paso a un proceso donde el Imperio Español, el Imperio Portugués, el Imperio Británico, Francia y Holanda, conquistaron y colonizaron algunos territorios y poblaciones que ya habitaban el continente. El Imperio Español y el Imperio Portugués fueron los primeros en concretar la conquista, y se asentaron principalmente en Norteamérica, Centroamérica y en el área andina de Sudamérica (imperios Azteca e Inca, respectivamente). En nuestro país, España fue la potencia que mayor presencia colonial impuso, impulsando una misión tanto de naturaleza económica como espiritual, siendo el propósito principal de la primera la conquista del territorio, del poder y las riquezas, mientras que el objetivo primordial de la segunda fue la evangelización.
Esta intención de traer la religión católica al llamado “nuevo mundo”, dio lugar a una nueva forma de religiosidad, que se enriqueció con elementos ya presentes en la sensibilidad hacia lo sagrado de los pueblos originarios. De esta forma, las culturas ancestrales encontraron nuevas vías para materializarse y seguir existiendo en el territorio. En este punto, el culto a la Virgen María es uno de los elementos más fuertes.
“El culto mariano es uno de los mejores frutos que da el esfuerzo realizado por los misioneros. Se hace sentir la presencia maternal de María en estos pueblos, sobre todo a partir de su aparición en el cerro del Tepeyac (México), bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe. Allí se le apareció a Juan Diego, un indio del lugar, en medio de una resplandeciente nube. La Virgen dejó impresa una imagen de sí en la tilma o manto de Juan Diego, la cual se venera aún en Ciudad de México”, señala Judith Consuelo Mancilla Mamani de la Universidad Mayor de San Andrés, Bolivia.
Acá es importante hacer un alto para considerar otra figura importante, preexistente en las tierras andinas: la Pachamama. Considerada la personificación de la Tierra, en la mitología Inca es una diosa vinculada con la fertilidad, la siembra y la cosecha, pero también se le atribuye el poder de encarnar a las montañas y provocar terremotos. Es una deidad omnipresente e independiente, con un poder creador propio para mantener la vida.
Es importante considerar que de los cuatro principios cosmológicos quechuas (agua, tierra, sol y luna), la Pachamama es la principal. La acompañan la Mama Cocha (diosa de las aguas), Mama Nina (diosa del fuego) y Mama Wayra (diosa del viento).
Los santuarios dedicados a la Pachamama suelen ser rocas sagradas o troncos de árboles legendarios. Este es, quizás, el origen de muchos lugares de oración y peregrinación que perduran hasta nuestros días, ya que el sincretismo religioso llevó a muchos pueblos a mantener esta adoración en la Virgen María, quien es vista como una fuerza benevolente y generosa con sus dones, identificada con la naturaleza misma.
Adoraciones y cantos
El culto a la Virgen María en Chile tiene una gran presencia y es una de las manifestaciones religiosas más arraigadas en la vida cotidiana de la población nacional. Una devoción profunda, que ha adoptado diversas formas y expresiones regionales en el país, de norte a sur, conectándose con antiguas formas de adoración y deidades.
Un ejemplo notorio es la Fiesta de la Virgen del Carmen, que se celebra el 16 de julio en muchas partes del país, que cobra especial significado en zonas más rurales, donde se mezcla la devoción mariana con tradiciones de los pueblos originarios de cada zona.
Una de las fiestas más conocidas es la de La Tirana, celebrada en un pequeño pueblo del mismo nombre ubicado en la comuna de Pozo Almonte, en la Región de Tarapacá, en la zona conocida como la pampa del Tamarugal. Aquí el sincretismo toma forma gracias al contacto de poblaciones aymaras, quienes ya habían estado expuestos a influencias desde el Imperio Inca. Así, al lugar llegan peregrinos desde distintas ciudades del norte de Chile (principalmente Iquique, Antofagasta y Calama), quienes se encuadran dentro de lo que se denominan “sociedades de baile”. Porque el fondo del llamado es a bailarle a la Virgen hasta la madrugada, vestidos con una diversidad de trajes coloridos. Desde trajes de corte más tradicional, como son las kuyacas, sambos, kallawalas, antawaras, hasta trajes como son indios dakotas, siux, gitanos españoles, alibabás o diablos.
“Cada verso de los cánticos revela una variedad de temas autóctonos muy antiguos que nos demuestran la supervivencia de la cultura aymara en la ciudad”, señaló Prof. Juan Van Kessel, académico de la Universidad de Chile, en el marco de un encuentro sobre Religiosidad Popular realizado en 2002. Estos cantos, explicó serían la expresión de una cosmovisión tradicional andina que interpreta fielmente la descendencia cultural del peregrino y su percepción indígena del medio natural y religioso. Por ejemplo, el Santuario es el centro único de culto y para muchos peregrinos tiene carácter de “eje del mundo”. “Dentro de ese contexto, el Centro es el punto de unión entre el cielo y la tierra por lo que los hombres acuden a él buscando seguridad ante un mundo hostil y amenazante. De ahí que cada año los peregrinos deben acudir allí para celebrar su culto. De no hacerlo, romperán el lazo trascendental con el Santuario lo que les ocasionará inseguridad y desconfianza”, indicó.
Ahora, si el centro es lo sagrado, el camino para llegar a él debe ser difícil. “El sacrificado peregrinaje hacía el Centro, es en el fondo, un rito que marca el paso de lo profano a lo sagrado, de lo efímero a lo eterno”, destacó el académico y relevó uno de los cantos donde se repite: “De lejanas tierras venimos por polvorientos caminos. A buscar a nuestra Madre, la Madre de nuestro Señor”.
Los chinos y Anta coya
La peregrinación también está presente en otro de los cultos más importantes en el norte de Chile: la Virgen de Andacollo o Anta Coya, que era el nombre original de origen quechua de la ciudad, y que significa “Reina del Metal/Mina de Cobre”. Considerada la «Madre Protectora» de los mineros, se le atribuye la intercesión divina para encontrar riquezas en la tierra y su imagen es venerada en la ciudad homónima, ubicada en la región de Coquimbo.
La historia comienza en 1581, cuando un habitante de la zona encontró la imagen de la Virgen del Rosario, la cual había sido salvada hacía años por dos españoles que huían desde las serranías. Fue entonces que las personas del lugar iniciaron una tradición de baile que se ha mantenido vigente desde fines del siglo XVI hasta nuestros días, traspasándose entre generaciones, conocida como los “Bailes Chinos”. Una tradición tan arraigada que es la única en nuestro país que cuenta con la denominación de Patrimonio Cultural de la Humanidad, declarado por la UNESCO en noviembre de 2014.
Durante esta festividad, grupos de danzantes, conocidos como «Chinos», se visten con elaborados trajes que representan guerreros y personajes espirituales. Estos bailes se realizan en la plaza principal de Andacollo y otras localidades del norte de Chile, y tienen un fuerte componente ritual, pues se consideran una forma de pagar promesas, pedir favores y agradecer a la Virgen por las bendiciones recibidas. Dentro del proceso ritual, el baile va a acompañado de un sonido particular de flautas y tambores, sintonizando una forma de mantra musical.
Esta adoración finalmente, sea cual sea su manifestación, refleja costumbres arraigadas desde siglos en los pueblos que han habitado esta parte del mundo. Desde mares a montañas, de trashumancias a edificios, el culto a la tierra, sus ciclos y su protección se ha mantenido bajo diversas formas gracias a procesos de sincretismo, como un testimonio de la capacidad de las culturas para adaptarse y fusionarse, creando una identidad religiosa y cultural que refleja la diversidad de Chile, pero también un espíritu común de conexión profunda con la tierra, que ha sido parte integral de su historia y cosmovisión de nuestros pueblos originarios, que perdura hasta hoy.
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Fuentes:
El baile chino de Chile, Consejo de la Cultura de Chile, 2014.
https://web.uchile.cl/archivos/uchile/www/septiembre/tirana.htm
“Entre vírgenes y pachamama (Sincretismo religioso en los pueblos de América Latina)”, Judith Consuelo Mancilla Mamani, UNIVERSIDAD MAYOR DE SAN ANDRÉS (BOLIVIA)