Toda civilización ha anhelado el retorno de la Luz. Mucho antes del Cristo histórico, manifestado en Jesús de Nazaret, el eco de su principio resonaba ya en múltiples lenguas. Esta esencia no es una mera expectativa sino el Fuego Cósmico e inmortal que atraviesa los siglos, guiando los corazones que buscan la armonía y la salvación. En cada cultura, esta Luz adoptó formas arquetípicas distintas, custodiando siempre la misma verdad universal. El impulso divino a iluminar la conciencia y despertar la bodas y el amor en la humanidad.
por Equipo Mundo Nuevo
Hay en la historia un hilo de luz que atraviesa los tiempos, invisible a los ojos mundanos, pero palpable para el corazón que sabe escuchar. Antes de que el nombre de Jesús manifestara su milagro sobre la Tierra, la humanidad ya soñaba con la figura del Hermano Divino, el Maestro que desciende cuando la oscuridad del mundo se hace evidente. Desde la India hasta Persia, desde Egipto hasta los Himalayas, este principio solar se manifestó en distintos nombres y formas, como el amor y la sabiduría que sostiene a la humanidad en su derrotero a través de la historia, como una luz divina que nunca se apaga.
Krishna, el octavo avatar de Vishnu, desciende a la Tierra cuando el Dharma declina, restaurando el orden cósmico y moral. Su flauta no es un simple instrumento, sino un llamado que despierta la devoción del alma, el prema que fluye sin medida hacia todo lo que existe. En el campo de Kurukshetra, mientras los hombres ciegos y sordos se enfrentan, Krishna se convierte en auriga y maestro, revelando a Arjuna los secretos de la acción sin deseo, la inmortalidad del espíritu y la visión de lo Absoluto. No habla como un dios distante, sino como un hermano mayor que conoce la trama oculta de la existencia. Su muerte, atravesado por una flecha que él mismo permitió, no es una derrota sino una consumación, es su entrega consciente del principio solar al ciclo de los mundos. Según el Dr. K. Parvathi Kumar, de la fundación World Teacher Trust, en ese acto traspasa Krishna su fuego sagrado y etéreo a su discípulo Maitreya, instaurando la continuidad de la enseñanza y la compasión como guía para los tiempos venideros.
Así Maitreya, cuyo nombre significa “amistad” o “bondad amorosa”, representa la manifestación futura del amor sagrado, la sabiduría y la compasión. Lama Thubten Yeshe recuerda que Maitreya tomó los votos de bodhisattva ante innumerables budas y, desde entonces, ha guiado a incontables seres por los caminos del amor divino, la disciplina, la concentración y la sabiduría. “Cuando la esperanza de vida humana se haya reducido a solo diez años (afirmó Lama Yeshe en 1981), Maitreya se manifestará como un gran líder espiritual y mostrará el camino de la virtud. En particular, difundirá las enseñanzas sobre la bondad amorosa y, como resultado, la fortuna de los humanos en este mundo comenzará a mejorar”. Pero esa manifestación no se limita al futuro cronológico. En realidad surge cada vez que un corazón se abre a la ternura, cada vez que la conciencia reconoce su origen luminoso.
En Krishna y Maitreya fluye la misma corriente como hecho histórico. El principio del hermano divino que sostiene a la humanidad. Esa presencia eterna que nos guía de manera silenciosa y firme, como luz que ilumina incluso los lugares más sombríos del alma animal. Esa corriente se ha prolongado y transformado a través de las culturas, tomando formas que, en apariencia, parecen distintas, pero que responden al mismo arquetipo divino.
En Egipto, por ejemplo, Osiris fue traicionado por Set, asesinado y desmembrado, y luego restaurado por Isis. Su mito refleja la experiencia de la conciencia que se fragmenta y se divide en la materia, y que debe ser recompuesta por la Sabiduría de la Madre Divina, la sabiduría femenina, para renacer como conciencia pura. Gerald Massey, ya en 1856, y más tarde Tom Harpur, destacaron la similitud con Cristo en cuanto que también se representa, en un lenguaje arcaico, pero simbólico, a la divinidad encarnada, a su muerte y su resurrección, al nacimiento virginal, a la promesa de vida eterna y al sacrificio por el orden cósmico. Osiris nos recuerda que la luz es capaz de atravesar la oscuridad y renacer. Su desmembramiento es, en realidad, un apronte para su iniciación. Su resurrección es el epítome de su enseñanza, que se expresa en la promesa de que aunque la conciencia se fragmente en el mundo material, puede recuperar su unidad y alzarse hacia el infinito.
Es este mismo principio el que reaparece en la India védica y florece en Persia bajo el nombre de Mitra. En el Avesta se lo invoca como “Señor de la Luz Celestial”, guardián del Pacto y de la Verdad (Asha), aquel de los mil ojos que todo lo observa para que la Mentira (Druj) no corrompa la creación. Mitra no es un mediador, porque no le concede realidad a la mentira. Es, en realidad, la vigilancia divina, la fuerza de la fidelidad cósmica que mantiene el universo en su orden justo. El pacto que protege no es humano, sino eterno. Es la alianza entre la conciencia y la verdad, el lazo de perfecto amor que une al alma con su fuente. Mitra sostiene la coherencia del cosmos, la correspondencia entre el Verbo interior y el ritmo de Dios. Su esencia es la pureza de ser fiel al Ser. Las liturgias mitraicas no buscaban el perdón, sino la perseverancia en lo divino, el juramento de no traicionar la luz interior. El iniciado prometía no mentir, no romper su palabra sagrada, no oscurecer el fuego que llevaba en el pecho. Era un pacto de fuego, donde el alma se comprometía a no abandonar la verdad, y Dios, en reciprocidad, prometía no abandonar al alma en su noche. Franz Cumont lo describió como “el amigo benefactor que consigue, a través de la prosperidad, la paz de conciencia, la sabiduría y la gloria”. Helena Blavatsky lo reconoció como “un rayo del Logos solar, el fuego que une el cielo y la tierra”. Así, Mitra no media ni reconcilia. Es un purificador. Es el guardián del orden que impide que el universo se corrompa en la mentira. Es la fidelidad encendida que mantiene el cosmos respirando en la verdad.
De esta fuerza emana el linaje solar que más tarde se expresará en Maitreya, afirma Helena Blavatsky. Si Mitra representa la vigilancia cósmica que preserva la verdad, Maitreya encarna su aspecto interiorizado y compasivo. Maitreya es la verdad que deviene en enseñanza, en Verbo hecho carne. Es el fuego solar de Dios que se convierte en ternura. Lo que en Mitra es disciplina del cosmos, en Maitreya es disciplina del corazón. Uno sostiene la fidelidad del mundo. El otro despierta la fidelidad del alma.
Todas estas manifestaciones, sin embargo, convergen en una fuente más profunda, más remota en el tiempo, y más amplia en el alcance de su misterio. Así es como llegamos a Sanat Kumara y los Kumaras, los Hijos de la Luz. En los textos hindúes, los Puranas y el Mahabharata, los Kumaras son las primeras emanaciones mentales de Brahma. Son llamados Sanaka, Sanandana, Sanatana y Sanat Kumara, los Señores de la Llama, quienes rechazaron la creación material para preservar su pureza, sabiduría y devoción a Dios, inalterable. Se convirtieron en maestros del yoga, del conocimiento supremo (jnana) y de la devoción sin mancha (bhakti). Sanat Kumara, el primero entre ellos, encarna la Sabiduría Inmaculada, el Logos Planetario que no se somete al ciclo de nacimiento y muerte, sino que sostiene el mundo desde la conciencia pura. Según la tradición teosófica, Sanat Kumara es el Señor del Mundo, el Regente Planetario de la Tierra. Descendió desde Venus en los albores de Lemuria para encender la chispa de la mente (Manas) en la humanidad, y desde Shamballa nutre el fuego de Cristo que atraviesa todos los tiempos y culturas, desde una profundidad inexplicable. Blavatsky señala que Mitra y Maitreya son, precisamente, manifestaciones de esta misma fuente, pues es Sanat Kumara quien inicia y custodia el principio crístico desde su origen cósmico. Él es la raíz donde convergen todas las emanaciones de la luz, en sus distintos nombres y formas.
Así, el Cristo no es un mito perdido en el derrotero histórico. Es un principio que ha permanecido inalterado a través de los siglos. Cuando el corazón se abre, cuando la conciencia se inclina ante la Verdad sin miedo, el Cristo se revela no como figura lejana, sino como fuego que habita en cada Ser, como luz que nunca se ha ido, que ha tomado distintos nombres, siendo todos ellos estaciones de una misma corriente, reflejos de un Dios que nos invita a despertar y a reconocer que nuestra esencia es Ser a Su propia imagen y semejanza.
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Fuentes:
https://mithras.tertullian.org/display.php?page=main
https://www.kavehfarrokh.com/arthurian-legends-and-iran-europe-links/the-mithraic-mysteries/
https://minorvictorianwriters.org.uk/massey/cmc_nile_genesis.htm







