Diseñadora gráfica y comunicadora visual de profesión, ha desarrollado una carrera como artista y docente en distintas áreas. Es profesora de artes manuales y matemáticas en el ámbito de la pedagogía Waldorf. Narra historias a pedido y a lo largo de su vida – a la que ella considera como un río, donde debes aprender a fluir para entender adónde vas – ha desarrollado una serie de acciones de servicio y ayuda hacia otras personas. Acciones que para ella representan una chispa de vida, que enciende una luz en los demás y se propaga por el mundo.
“La creatividad está en mi vida desde que tengo uso de razón”, afirma Gabriela Reyes Payera con una sonrisa serena. Nacida como la menor de seis hermanos, creció en una casa quinta amplia, rodeada de naturaleza: plantas, animales y hasta un palomar, que despertaron desde temprano su imaginación y sensibilidad. Ese entorno fue el escenario donde comenzó a florecer su mundo interior. Desde pequeña mostró una gran curiosidad y dedicación por el estudio. Ingresó al colegio con apenas cinco años y, al egresar a los 16, se encontró frente a un horizonte difuso, lleno de posibilidades aún por descubrir. ¿Qué camino seguir? La vida, con su sabiduría silenciosa, y varios maestros que marcaron su recorrido, la fueron guiando por senderos diversos. En todos ellos, sin embargo, se mantuvo presente un hilo común: el deseo profundo de acompañar a otros en su propio despertar creativo y en la búsqueda de un sentido de pertenencia.
Comenta que, al principio, como siempre fue la más pequeña, tendía a dejarse guiar por las personas que iban apareciendo en su camino. La primera figura clave fue su padre, un constructor civil y calculista que dedicaba su vida a levantar puentes —literal y simbólicamente—, pero que también encontraba tiempo para escribir poemas en sus ratos libres. Esa mezcla de estructura y sensibilidad dejó una huella profunda en Gabriela. “Siempre pensé que los más grandes tenían razón y que yo tenía que hacer caso, para luego finalmente, en la medida en que fuese creciendo, ver si correspondía o no”, recuerda con honestidad. Esa mirada, sin embargo, comenzó a transformarse con el paso del tiempo. En su andar, fueron surgiendo experiencias de acompañamiento a otros seres y personas, en momentos de vulnerabilidad o transformación. Así, sin buscarlo, fue convirtiéndose en eso que un buen amigo alguna vez llamó “maestros de resiliencia”: aquellos que aparecen con amor y presencia justo cuando alguien los necesita, como una guía que no impone, sino que acompaña.
“Tuve personas maravillosas en mi vida”, menciona Gabriela con gratitud, evocando los encuentros significativos que marcaron su recorrido, al que describe como “un río de vida”. Cada uno de esos encuentros fue como una piedra luminosa en la corriente, mostrándole nuevos rumbos.
Siguiendo el consejo de su padre —quien le sugirió abordar las matemáticas desde una mirada más humana— ingresó a Ingeniería Comercial. Pero su búsqueda interior la llevó luego a la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica de Valparaíso, donde un profesor le hizo ver que su verdadera vocación estaba en la comunicación visual. Así, se transfirió a Diseño Gráfico, carrera de la que egresó y que le permitió descubrir no solo una manera de expresarse, sino también un camino hacia el arte y un profundo amor por la pintura. “Así fue mi vida, después llegaron mis hijos, por lo que tuve que abocarme a la pedagogía para acompañarlos. Yo quería estar con ellos y saber qué era lo que estaban aprendiendo y por qué, así que me formé en pedagogía Waldorf, y encontré un nuevo camino. Jamás imaginé dónde llegaría, de hecho, hoy cuando me preguntan qué hago, digo que soy profesora. Espero ser algún día maestra, porque me encanta el concepto, pero yo anhelaba poder hacer cosas por los demás”, señala con humildad y entrega.
Su relato deja entrever una vida guiada no solo por elecciones intelectuales, sino también por una escucha profunda del alma, y por ese impulso genuino de estar al servicio del otro, desde el amor y la conciencia.
Manos que ayudan
Su primer encuentro con el voluntariado llegó de forma inesperada, cuando sus hijos aún eran pequeños. Un día, su hermano Rubén llegó con una perrita preñada, y la familia decidió acogerla con amor. A pesar de los cuidados, la madre falleció pocos días después de parir, dejándoles la responsabilidad de cuidar a siete pequeños cachorros. Sin dudarlo, Gabriela y su familia se organizaron para alimentarlos, acompañarlos y prepararlos hasta que pudieran encontrar un hogar. Ese gesto inicial, nacido de la ternura y la compasión, fue el comienzo de una cruzada silenciosa que se extendió por seis años. En ese tiempo, lograron encontrar familias para cerca de 150 perritos.
“Ayudar porque sí y porque podíamos. ¿Qué problema había en hacer eso? Además, nos generaba una felicidad tan grande, el sentir que ese ser iba a tener un hogar, iba a generar felicidad en otros (…) Pienso que fue una conciencia que fue naciendo en mí a través de los años, y que me llevó en un camino paralelo, donde esta pasión por servir fue aumentando, al mismo tiempo que iba trabajando en lo mío. Esta felicidad profunda era lo que me motivaba y de algún modo llamaba la atención de otros”, recuerda con dulzura.
Más adelante, al mudarse con su familia a un departamento, ya no pudieron seguir acogiendo perritos directamente. Sin embargo, esa puerta que se cerró dio paso a nuevas rutas. Continuaron apoyando causas animalistas a través de donaciones y, al mismo tiempo, comenzaron a abrirse otras formas de servicio, igualmente significativas.
En 2010, un terremoto de magnitud 8.8 sacudió el centro y sur de Chile, dejando una profunda huella en el país. En medio de la urgencia, surgieron diversas iniciativas para acompañar a las personas damnificadas. Una de ellas fue “Cobijo para Chile”, un proyecto basado en el pensamiento antroposófico, que propuso un enfoque integral de ayuda, sustentado en cuatro pilares: medicina, pedagogía, donaciones y reconstrucción de hogares. Gabriela, quien llevaba ya varios años como profesora en el aula y era reconocida por su labor en el ámbito de las artes y la pedagogía, fue contactada por la agrupación para colaborar en un proyecto con mujeres de Itahue, en la región del Maule. Así comenzó una experiencia transformadora que se extendió por dos años, con encuentros de dos días al mes. Con el tiempo, el grupo fue creciendo hasta reunir a 35 mujeres de distintas edades, quienes se encontraban no solo para aprender, sino también para sanar juntas. “El trabajo con las manos genera un imán”, afirma Gabriela, y fue justamente ese trabajo el que abrió caminos de expresión y contención. Comenzaron con la lana, abundante en la zona, aprendiendo todo su proceso: hilado, cardado, teñido, tejido. Introdujeron técnicas como la aguja en seco, elaboraron pesebres que luego vendieron en Santiago, y confeccionaron calcetines tejidos a la antigua, con cinco palillos. “Lentamente fui desarrollando lo que cada una necesitaba más en ese momento, porque estaban muy dañadas anímicamente”, rememora.
Lo que partió como un taller de técnicas, se convirtió en un verdadero espacio de contención, reencuentro y comunidad. Allí, cada puntada era más que una acción manual: era un acto de cuidado, de escucha y de reparación del alma. Cada hebra tejida ayudaba a restaurar algo más profundo que lo visible. Gabriela acompañó a este grupo de mujeres durante dos años, sosteniendo el proceso con amor y compromiso. No solo facilitaba los encuentros, sino que también apoyaba la comercialización de los productos, llevándolos a tiendas en otras ciudades, como un puente entre el trabajo silencioso de estas mujeres y el reconocimiento del mundo exterior. Con el tiempo, ese grupo floreció. Las participantes comenzaron a ganar confianza en sí mismas y en su quehacer, hasta que finalmente lograron consolidar su autonomía: comenzaron a producir y vender por su cuenta, dando continuidad al proceso que habían iniciado juntas. Fue un cierre natural y amoroso de un ciclo que dejó huellas profundas, tanto en ellas como en Gabriela.
A pesar del cansancio físico que implicaban los viajes y el trabajo en terreno, Gabriela recuerda esos regresos desde Itahue como momentos llenos de sentido. La experiencia no solo tocaba a las mujeres del taller, sino también a su propia familia, que la acompañaba en cada encuentro como parte viva del proceso. “Cada vez que veníamos de vuelta de Itahue, con mi marido y mis dos hijos, volvíamos muy cansados, pero con una sensación de plenitud ¡tan grande! Felices del encuentro, de las risas, las comidas colectivas, todo lo que nos había provocado el trabajar con tantas personas que jamás habríamos conocido en otra circunstancia. Esa plenitud, pienso, hizo que espiritualmente me potenciara con este quehacer. Esa fuerza que he desarrollado a lo largo de los años, la podía de algún modo expandir, hacerla trascendente en distintos planos, y no solo en el mío, sino en el de esas personas que necesitaban algo en aquel momento”, explica. Su relato deja entrever una experiencia que va mucho más allá de lo tangible: una vivencia de comunión, de servicio y de crecimiento compartido. Una práctica donde la entrega no resta, sino que multiplica, y donde el alma se ensancha al sentirse al servicio de algo mayor.
En esa misma línea de servicio, el trabajo con otras personas comenzó a multiplicarse de forma natural. Ya fuera en sus clases formales, o más tarde, tras dejar el aula después de 21 años, Gabriela siguió acompañando procesos de aprendizaje: ofreciendo clases particulares de matemáticas a niños y niñas de distintas edades, o colaborando en una fundación dedicada a la formación de docentes de kindergarten y futuros maestros en manualidades y expresión artística. Siempre desde un eje central: las manos como vehículo de presencia y entrega. Para ella, ese gesto artesanal es mucho más que una técnica; es una forma de transmitir lo esencial, lo invisible, lo profundamente humano. “Yo estoy tremendamente agradecida de lo que puedo hacer con mis manos y el haber podido entregarlo, porque para mí el trabajo social es el apoyo en todo sentido, no solo lo práctico, como enseñar algo, sino también desde lo emocional; desde la tristeza, la compañía, la soledad. Siento que conjugué todo esto en mi vida, lo continué haciendo, me di cuenta que servía para eso. Y entonces ahí me mandé yo sola… si bien desde joven me guiaron, en ese momento yo definí mi camino, tomando todas las capacidades que tenía”, dice con convicción y gratitud. Esa decisión marca un punto de inflexión: el momento en que, luego de haber sido guiada por tantos, eligió por sí misma el camino que da sentido a su existencia. Uno que entrelaza el arte, la pedagogía y el alma con una vocación genuina por servir y acompañar.
Construyendo puentes
Hace aproximadamente diez años, Gabriela comenzó a dar clases particulares de matemáticas, una disciplina que valora profundamente y que, desde su mirada, está íntimamente ligada al arte. Lo que partió como una práctica íntima y vocacional, se fue expandiendo de forma orgánica. El boca a boca hizo su trabajo, y hoy su agenda está llena de alumnos y alumnas, tanto en Chile como en el extranjero.
“Yo creo los vínculos primero, ahí está el puente, como lo hacía mi padre, después empiezo a entregar los contenidos necesarios para cada etapa del desarrollo. Hacemos clases en mi casa los domingos, tomamos té, vienen a encontrarse con este adulto que los acompañó y que de alguna manera les entregó lo que necesitaban. Y eso si bien no es un voluntariado, sí es la entrega de mi alma”, explica con cierta emoción.
Esa entrega se manifiesta también en otras formas de cuidado. Gabriela reúne piezas tejidas —cuadrados, rectángulos y otras formas de lana— que decora y ensambla para crear frazadas convertibles en ponchos, diseñadas especialmente para personas en situación de calle. Esta labor colectiva convoca a sus estudiantes y a su círculo cercano, quienes se suman generosamente a la causa, enviando piezas tejidas que luego se transforman en abrigo y dignidad para quienes más lo necesitan.
En 2025, gracias a la conexión con su hermano Rubén, kinesiólogo en Gendarmería de Chile, comenzó a trabajar con un grupo de internas de doble custodia del Centro Penitenciario Femenino de Santiago, en San Joaquín. Durante varios meses, facilitó un proceso profundo de encuentro y creación, en el que las mujeres participaron de talleres de arte, poesía, literatura, música, pintura con pigmentos naturales y narración oral. Incluso exploraron el trabajo con los chakras como una forma de conexión interior. La experiencia fue tan transformadora que hoy Gabriela está desarrollando un segundo proyecto en ese mismo centro, esta vez junto a una antigua alumna. “Yo no tengo juicio al respecto, yo voy a ver mujeres, ellas se encuentran conmigo, trabajamos, hablamos, pintamos… yo no voy por lo que ellas hicieron o por lo que dejaron de hacer, estoy ahí por el ser humano que se encuentra en ese lugar y que está en búsqueda y dispuesto”, señala.
Hablaste antes de los tutores de resiliencia. De hecho, has mencionado a varias personas que han sido guías en tu vida, y tú te convertiste en un tutor de resiliencia. Más que voluntariado, tomaste un camino para guiar a otros hacia sus desarrollos. Un camino generoso de tutorear.
Sí, sobre eso me gustaría nombrar a quienes fueron mis maestros de vida. El Fili – Filiberto, quien la cuidó de pequeña –- la Madre Rosalba, que era una monjita. Mi tía Sonia y mi tía Gaby, y en mi adultez, mi marido, mi hermano Rubén y mi querido Luchow. Ellos fueron y han sido mis tutores. Al final uno se encuentra a cada rato con guías que, sin saberlo, a veces generan una chispa que nos hace darnos cuenta de las posibilidades que tienes y que permite encender una luz en otros.
Cuando hablamos del ser generoso, de la generosidad como forma de vida, hablamos también de un ciclo virtuoso de dar y recibir. ¿Cómo invitarías a otros a sumarse?
Yo siempre organizo mi vida de tal manera que voy expandiendo esta felicidad que provoca el poder entregar a otros, y eso es algo que se va al mundo por todos lados. Reconocer lo que uno es, lo que puedes hacer, tomar conciencia de tus propios potenciales. La otra vez tuve un niño de segundo básico. Le pasé una aguja apropiada para niños y él se puso a unir cuadrados para frazadas. Ese amor que produce el poder ayudar a otros a través de una acción, luego de una planificación inteligente para distribuir adecuadamente los recursos y la voluntad. Eso es lo que se genera. Cuando uno va creando un plan, hay que ver de qué manera lo va desarrollando y expandiendo.
Tú has trabajado mucho con nuevas generaciones, ¿notas un cambio en los y las que vienen?
Obviamente que estas corrientes que existen ahora, de estos medios tecnológicos, están haciendo que las personas y los jóvenes que tienen estos aparatos desde muy temprana edad, no ocupen el tiempo de la manera más adecuada. Hasta los adultos están tomando conciencia que están usando el tiempo en cosas que no reditúan nada. Pero yo veo, verdaderamente, que cada vez que hay posibilidades de hacer un encuentro de jóvenes, ellos acuden. Desde la infancia y la adolescencia es responsabilidad de los adultos el mostrarles el quehacer con sentido en cada una de las cosas que tengan relación con el servir. Por ejemplo, el amor que se puede encontrar, la alegría, la disciplina, la confianza, el entusiasmo, el saber que ellos pueden, que solamente debemos estar atentos para reforzarlos.
Básicamente hay que mostrarles a los niños las realidades de acuerdo a la edad que tienen, para que se den cuenta de lo que poseen y no de lo que les falta, y del mismo modo recordarles sus propios talentos y al hacerlo, haces que ellos quieran realizar más cosas, por los demás. En la adolescencia es importante, porque pueden empezar a ver lo que pasa en el mundo, lo real, que hay niños que viven en la calle hoy en día, de ocho o diez años que ocupan las frazadas que hacemos. ¿Y qué puedo hacer yo? ¡Puedo hacerlo todo! En la medida en que tengamos las manos y nos demos cuenta que podemos hacer muchas cosas con ellas…
¿Qué invitación le harías a las personas?
Invitaría a que de alguna manera vean, cada quien, lo que posee, y vea qué está dispuesto a entregar. Dar significa entregar sin ninguna intención de agradecimiento, sino sólo hacerlo. En la pandemia, donde tantos de nosotros sufrimos, tuve una persona, profundamente amada por mí, aislada. Así es que empecé a narrar historias, a contar cuentos, pero busqué relatos que fueran realmente importantes para el desarrollo humano, que pudiesen ser oídos por todo el mundo, y que generaran alegría, entusiasmo, esperanza, confianza, que de alguna manera los hiciera sentir acompañados. Eso lo hago hasta el día de hoy. Me llaman para pedirme cuentos, por ejemplo, cuando fallece el perrito de un niño o si alguien está enfermo, se los mando incluso a personas que no conozco, que me los piden por whatsapp.
No necesité dinero para hacerlo. Estaba en el silencio de mi hogar, pensando en cómo ayudar. Y si con una persona uno puede actuar, esto se transforma en algo así como una luminosidad que atrae a otros que quieran acercarse. Así, alguien puede leer cuentos, contar historias divertidas, hacer reuniones en el parque, convocar a tejer, buscar los potenciales de cada quien y entregarlos al mundo, agradeciendo el que solo somos poseedores de lo que tenemos en la medida que lo damos. Porque si no, para qué.
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Gabriela Reyes Payera, 59 años, casada y madre de dos hijos. Diseñadora gráfica, comunicadora visual, pintora, creadora de juguetes naturales, docente Waldorf desde hace 24 años en el área del arte, las manualidades y las matemáticas. Artista de la palabra y formadora de profesores.