Desde tiempos inmemoriales, el ser humano no ha visto en la palabra solo un instrumento de comunicación, de civilización, sino una manifestación sagrada, una fuerza de origen divino capaz de moldear el mundo. La palabra ha sido concebida como puente entre lo humano y lo trascendente, capaz de crear y destruir, de iluminar y oscurecer. Piedra fundamental de religiones y culturas, es una memoria de unidad y también de fractura. Les invitamos a recorrer algunas de sus encarnaciones y a explorar cómo, a través de ellas, los seres humanos han buscado tocar el misterio de lo eterno.
por Equipo Mundo Nuevo
Tolkien, al ser preguntado cómo había creado la Tierra Media respondió con sencillez: “Primero inventé un idioma, el sindarin; luego escribí un poema en ese idioma; y finalmente necesité un mundo donde ese poema tuviera sentido”. En su asombrosa y honesta respuesta se revela una fina intuición ancestral. El lenguaje precede al mundo. Primero la voz, luego el poema, después la realidad donde ambos puedan existir. La palabra es el principio creador, la chispa que da forma a la realidad y conecta lo visible con lo invisible.
La palabra sagrada
En esa confluencia, hace dos mil años, Filón de Alejandría propuso la noción de Logos, la Palabra divina que media entre el Dios invisible y el mundo creado. El Logos es la razón cósmica, el principio ordenador, la voz que articula lo inefable y le da forma. No es solo un sonido, sino una estructura profunda que sostiene al universo, un canal por donde fluye la voluntad de lo alto hacia la materia. Con este concepto, Filón ofreció un puente entre la trascendencia absoluta del Dios de Israel y la filosofía griega que buscaba en el Logos la racionalidad del cosmos. Más tarde, el prólogo del Evangelio de Juan recogería esta herencia de manera magistral: “En el principio era el Logos, y el Logos estaba con Dios, y el Logos era Dios”. El cristianismo naciente identificó ese Logos eterno con Cristo, la Palabra encarnada. Así, el lenguaje se vuelve no sólo un don sagrado, sino el rostro mismo de la divinidad que habla y crea, que ordena el caos y se hace carne para habitar entre nosotros.
Pero el Logos no es un monopolio de una sola tradición. Es el eco de un anhelo universal, la intuición de que el lenguaje es mediador, creador y vínculo. La sacralidad de la palabra se abrió paso en la historia a través del mundo griego, donde había tomado cuerpo en Hermes, mensajero del Olimpo, mediador entre dioses y mortales, guardián de secretos y patrón de la escritura y la retórica. Su presencia evocaba la velocidad del pensamiento, la astucia de la inteligencia y la ambigüedad de todo mensaje que, al pronunciarse, dice una cosa y al mismo tiempo sugiere otra. Su caduceo – más tarde símbolo de la medicina – concentra los dos aspectos fundamentales de la palabra. El poder para sanar y para envenenar, claridad y confusión. Hermes no entregaba mensajes como un simple correo del cielo. Los creaba, los interpretaba, los transformaba. El lenguaje aparece en él como fuerza en movimiento, un puente espiritual que atraviesa y modifica.
De este modo, Hermes se erige como el dios de la palabra y la inteligencia, de la táctica, del acertijo y de la interpretación infinita. Su esencia es un vínculo, un tránsito, un conector de mundos, un dios que recuerda que en cada palabra late un secreto, un juego y una promesa. Patricia Elena Aguilar Javier comenta:
“Con esta facultad de saber transmitir los mensajes divinos, Hermes viaja por todas partes entre la Tierra y el Olimpo. La soltura con que realiza sus actividades representa un ideal de belleza, agilidad y juventud. Representa la efectiva comunicación que fluye en todas las direcciones. Hermes conduce la relación entre el cielo y la tierra, anunciando el deseo divino a los hombres, y a partir de este oficio se deriva más tarde su carácter de dios de los oráculos”.
Hermes, siempre ligero y elegante, guía a los héroes, abre sendas donde no las hay, orienta en los cruces del destino y conduce, con palabras y símbolos, por los pasajes oscuros del inframundo. Enseña a atravesar lo desconocido para encontrar la verdad, y a cumplir la misión dentro del vasto Plan Divino.
Y mucho más atrás en la historia, en la India védica, esta mediación, entre el mundo y lo divino, adquiere voz femenina, donde el lenguaje también asumió un carácter divino a través de Vac, diosa del habla, madre de los Vedas. La palabra en ella no es mero instrumento, sino principio creador, una matriz de sentido y fuente de revelación. En el himno RV 10.125 del Rigveda, Vac proclama:
“Yo soy la que hago que el conocimiento y el significado se manifiesten en cada uno de los seres. Yo soy Vac, la que da origen a todos los himnos y a las palabras, y la que trae la verdad y el conocimiento”.
Así, la tradición védica reconoce en el habla una fuerza cósmica, un poder femenino que engendra el mundo y sostiene la verdad en cada sonido pronunciado. El acto de hablar no es un gesto cotidiano. Es un modo de conocer la Verdad y crear. Vac anticipa el concepto de Śabda Brahman, donde el sonido es divinidad y el lenguaje su primera manifestación. Stella Kramrisch observa:
“Ella es el movimiento de (y en) las aguas de la creación. Ella es la Madre de la divinidad. Ella es el centro del vórtice donde reside su quietud, el eje transmundano que emana ondas de sonido verbal, vibrantes en Aksana, la sílaba creadora”.
Vac es el principio cósmico de la exaltación cultural, la raíz abstracta del mantra que sostiene la liturgia védica. Con su ayuda, el sacerdote recitaba el mantra con precisión, abriendo un canal hacia lo divino. A través de la palabra bien pronunciada, los humanos podían contactar a los dioses —especialmente Prajapati, el Brahman supremo— y ascender hacia el cielo llevado por la vibración creadora que todo enlaza.
La palabra y sus límites
Pero la palabra, como lo retrata el caduceo de Hermes, si bien es expresión de la unidad, de la divinidad, también puede ser confusión. Un ejemplo señero es el mito de la Torre de Babel, narrado en el Génesis, que describe la unidad inicial de la humanidad a través de un idioma único, una vibración compartida que tejía los sueños civilizadores. En las llanuras de Sinar, los hombres se unen para levantar una ciudad y una torre que alcance los cielos, un nombre que trascendiera, un poder que pareciera ilimitado. Al observar esta ambición, Dios interviene. Aquel idioma común, portador de fuerza y creación, se convierte en riesgo. La voz que antes unía se fragmenta en un coro de lenguas incomunicadas; la torre queda inconclusa, la humanidad se dispersa por la tierra. Lo que antes acercaba ahora separa. La palabra se vuelve una frontera, una memoria de ruptura, un símbolo de distancia y desafío.
Antes se creía que “Babel” significa “confusión” o “balbuceo”. La investigadora Ashleigh Imus aclara que en hebreo realmente significa “puerta de Dios”, un recuerdo de que incluso en la dispersión la palabra mantiene su vínculo con lo divino. La base de este mito bíblico proviene de Caldea, en Mesopotamia, donde relatos milenarios ofrecen detalles más amplios sobre los constructores de la ciudad y su destino. Imus relata: “En Babilonia, los habitantes, orgullosos y desdeñosos de los dioses, deciden edificar una torre que llegue al cielo. Con la ayuda de los vientos, los dioses la derriban y reemplazan el único idioma de los habitantes por múltiples lenguas. Un historiador judío, [Flavio] Josefo, agrega un malvado cabecilla llamado Nimrod al relato, y señala que la motivación de construir la torre era crear un refugio seguro ante la posible destrucción divina; también deseaban vengarse de Dios por la destrucción de sus antepasados. En este caso, Dios no destruye al pueblo, sino que introduce múltiples idiomas para que ya no puedan entenderse entre sí”. Con asombro, vemos que este relato tiene resonancias que cruzan culturas y tiempos. Los mitos indígenas sudamericanos y mexicanos muestran cómo los intentos humanos de alcanzar lo sagrado encuentran límites, y cómo la diversidad de lenguas y culturas surge como consecuencia del castigo o advertencia divina.
La lección de Babel no termina en el relato judeocristiano. En China, el Tao recuerda que la palabra humana ya no se extiende sin límites, que no lo abarca todo. Lo esencial se sustrae al nombre. “El Tao que puede nombrarse no es el Tao eterno”. Cada palabra que intentamos pronunciar roza lo inefable. Por eso, el silencio se convierte en custodio de lo que no puede decirse, en guardián de la hondura secreta. Esa misma intuición, de que el lenguaje es solo un reflejo parcial de lo absoluto, resuena en las cosmovisiones de los pueblos originarios de América. Allí, la creación no surge de un mandato escrito ni de una lógica abstracta, sino del canto, en el Hózhó entre los navajos y la Pachamama en los Andes. La palabra, en este horizonte, no es dominio ni descripción, sino cuidado y sostenimiento. No impone, acompaña. Resonando con el pulso del universo, hablar es un acto de armonía.
Si unimos todas estas voces se dibuja un mapa de grandes arquetipos. Diferentes nombres y figuras, pero un mismo pulso. La palabra no nos pertenece del todo. Nos habita y nos excede. Puede ser creadora y destructora, sonido y silencio. Cada sílaba nos acerca al origen. Como Vac, como Hermes, como el Logos de Filón, como el canto indígena o el silencio del Tao, participamos del pulso secreto de lo eterno. Y en ese límite donde la palabra se nos escapa, reside su carácter más sagrado. Hablar es decir lo que nunca podremos atrapar del todo. Porque antes del mundo hubo un poema, antes del poema un idioma, y solo después un universo donde ese poema, ese acto primordial, pudiera existir.
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Fuentes:
https://www.hermesinstitut.org/2024/02/08/reflexiones-sobre-hermes/
https://www.ebsco.com/research-starters/literature-and-writing/tower-babel-biblical-story
https://www.wisdomlib.org/hinduism/essay/goddesses-from-the-samhitas-to-the-sutras/d/doc1457776.html







