Hay épocas en que la humanidad parece olvidar la dirección del sol. El ruido del mundo ensordece la voz del alma, y los templos sagrados, externos e internos, se cubren de polvo. La historia se fatiga, los pueblos se encierran en sus fronteras mentales, y la esperanza se marchita bajo la lógica de una multitud que parece a la deriva. Pero incluso en esas horas sombrías, una corriente silenciosa de fuego sigue ardiendo en lo profundo.
por Equipo Mundo Nuevo
Los antiguos la llamaron Mitra, Maitreya, Osiris, Krishna. Hoy la nombramos como Cristo. No se trata de un nombre propio, sino de un estado del ser. Es el mismo principio solar que retorna una y otra vez para recordarnos que el sentido de la evolución no es acumular poder, sino revelar el Amor.
Antes de Jesús ya se esperaba su llegada, porque el anhelo del Cristo es anterior al cristianismo. Es la nostalgia del alma por su origen divino, la intuición de que el amor es una fuerza cósmica en evolución. Las civilizaciones lo presintieron bajo símbolos distintos. Como Krishna que convoca al alma errante, como el pacto con la verdad de Mitra, como el renacer de Osiris que desciende al abismo y regresa fecundado de luz. Cada mito fue una estación de ese mismo Misterio. El misterio de la fidelidad de la conciencia del alma que se rehúsa a olvidar su fuente divina.
Jesús de Nazaret encarnó ese fuego en la tierra, y por eso su nombre se volvió un eje sagrado, un punto en donde la historia y lo eterno se encontraron para siempre. Pero su mensaje fue más amplio que su biografía. Fue una siembra de luz en la conciencia humana. “No yo, sino Cristo en mí”, escribió Pablo de Tarso, dando voz a ese misterio que los sabios de todos los tiempos han presentido, revelando que la divinidad mora en nosotros, esperando ser recordada. No fue la enseñanza de Jesús la que se perdió, sino el oído interior de quienes la recibieron. La humanidad, que porfiadamente se resiste a ser sanada, buscó contener el infinito en formas aceptables. Así nacieron las catedrales y los ritos. Entonces, lo que debía ser un puente, se volvió un muro. Lo que era llamado a despertar, se adormeció en la costumbre. Y aun así, el Cristo nunca se extinguió. Permaneció silencioso, respirando en el fondo de cada gesto verdadero, aguardando el instante en que volvamos a reconocerlo como parte de nosotros mismos.
Hoy asistimos al agotamiento de ese ciclo. Las iglesias vacías, las espiritualidades de consumo rápido, la confusión entre fe y superstición, son síntomas de una humanidad que busca, pero no encuentra. Y sin embargo, detrás de ese ruido, algo nuevo germina. Es el mismo Fuego antiguo que intenta manifestarse bajo nuevos lenguajes. No se trata de esperar un descenso desde el cielo, sino de permitir un ascenso desde la tierra interior de cada corazón fértil, dispuesto a volverse transparente. El retorno del Cristo no será un espectáculo de pirotecnia espiritual, sino una transformación silenciosa en el tejido mismo de la humanidad. No desciende un nuevo dios. Asciende la conciencia humana hacia su sol interior. Prepararse para su venida no significa esperar pasivamente, sino trabajar activamente, purificando el pensamiento y el sentimiento, sirviendo al otro, haciendo del amor una práctica lúcida, creadora y justa. Porque el Amor es el poder que reorganiza el mundo desde adentro.
El Cristo que retorna no pertenece a una Iglesia ni a un credo. No se viste de dogma ni de profecía propietaria de unos pocos, porque su morada es cada corazón despierto. Es la voz que susurra entre los escombros de una civilización exhausta, llamándonos a reconstruir el templo invisible donde la humanidad y la divinidad vuelvan a encontrarse. En tiempos donde la técnica se ha vuelto más veloz que la conciencia, su retorno es una urgencia moral, un recordatorio de que el progreso sin alma solo multiplica el vacío existencial.
Quizás el verdadero milagro del siglo XXI no será verlo venir entre nubes, sino reconocerlo en los gestos sencillos de la persona que comprende, que sirve, que cura, que crea belleza en medio del caos, que ama a todos y a todas como a sí misma. La reaparición del Cristo será un despertar colectivo, una aurora interior que romperá para siempre la larga noche de la indiferencia. Porque el Cristo es eterno en su paciencia. Solo espera que lo volvamos a pronunciar desde adentro, no como un nombre, sino como El Verbo, como una acción viva del Espíritu en la materia. Y cuando el amor vuelva a ser la medida del mundo, cuando el conocimiento se vuelva servicio, y la Verdad vuelva a ser el puente entre todos nosotros, entonces sí podremos decir, con verdad y con asombro: El Hijo del Hombre, El Hijo de Dios, ha regresado.
Editorial Revista Nº137 de Revista Mundo Nuevo, sigue leyendo en nuestra versión digital.







